De tapas con Maimónides
Habíamos preparado el viaje de un modo inesperado, inopinadamente, de la única forma en que los planes salen bien, apenas pensados, sin reloj ni ruta previa. Lo único que teníamos claro era que queríamos pasar el fin de semana en Córdoba, la ciudad de la judería, de la Mezquita, del río Guadalquivir y de los patios de flores.
De Madrid a Córdoba apenas un suspiro, es lo bueno que tiene la alta velocidad. Mediados de septiembre, calor para aburrir en la ciudad que fue capital de Al Andalus. Recordaba Córdoba de un viaje infantil, pero apenas había estado unas horas de camino a Sevilla. Este viaje era distinto. Quería empaparme a fondo de una urbe convertida en centro cultural de la humanidad en el siglo X. Córdoba mantiene su encanto inalterable. Sumergirse en ella es como hacerlo en un túnel del tiempo. Su corazón es la judería, un lugar de cuento, con sus calles empedradas y laberínticas. Y las casas señoriales, y los patios repletos de flores, que parecen insinuarse a los visitantes.
Recuerdo que aquella noche, al adentrarnos entre las murallas de la ciudad, teníamos necesidad de buscar los lugares emblemáticos que ofrecen las guías: La mezquita, el callejón de las flores, la plaza de la Corredera, la del Cristo de los Faroles y la del Potro, en la que se alza el antiguo hospital de la Caridad, de resonancia cervantina. Para el día siguiente habíamos reservado la visita al Alcázar de los Reyes Cristianos, lugar que fue de descanso para los Reyes Católicos en su campaña de reconquista, y el Museo Julio Romero de Torres. Quizá también Medina Azahara, pero eso ya lo decidiría el destino o nuestro cansancio.
De camino a la Puerta de Almodóvar nos encontramos con la estatua de Maimónides y la cercana sinagoga, la única que se conserva en Andalucía. Se nos había hecho tarde, las puertas estaban cerradas, así que los deberes del sábado comenzaban a amontonarse. En la plaza de Tiberiades se alza la efigie dedicada a Maimónides, filósofo y médico hebreo, nacido en Córdoba en 1135, al que se le atribuyen diversos milagros. Aquel lugar recogido, en medio de casas encaladas, resultaba enigmático y romántico a la vez. No era difícil imaginarse en la Córdoba del siglo XII, pidiendo consejo a Maimónides sobre los males del cuerpo y del espíritu, buscando en su figura consuelo y refugio. Me hubiese gustado haber vivido en su época, pensé, removido por ese espíritu nostálgico que siempre me asalta.
Se había hecho tarde y el estómago comenzaba a protestar. Debíamos dar las buenas noches a Maimónides y buscar con prontitud un lugar para cenar. María quería tomar salmorejo y yo tenía ganas de otra de las especialidades locales, unas berenjenas fritas con miel de caña, como había leído en Internet. Nos alejamos de la plazoleta de Tiberiades a paso rápido. Maimónides ya podría dormir a gusto: había cumplido su jornada de trabajo y la noche significaba descanso, el final diario al trasiego de turistas con sus inseparables cámaras digitales. Imaginé que quizá en otro momento del sábado o del domingo nos volviésemos a encontrar con él. O mejor no, pensé. Mejor no volver a molestarle.
En medio del enjambre de calles me pareció escuchar ruido de pasos, como si alguien nos siguiese. ¡Qué tontería!, me dije al instante. Caminamos en busca de un lugar para cenar. No fue difícil porque la oferta gastronómica de esta ciudad es magnífica. Y lo que todavía es mejor: es casi imposible equivocarse sea cuál sea la opción elegida. El repaso a la carta del local me dejó boquiabierto, la verdad. Al final, tomamos dos salmorejos, una ración de berenjenas fritas a la caña de miel y un mero a la cordobesa. De postre elegimos el pastel cordobés, una masa de hojaldre rellena de cabello de ángel con trozos de almendras tostadas y polvo de azúcar y canela. Y yo, para no dejar de menos al fino que había tomado con los entrantes, opté por acabar con un Pedro Ximénez. Durante la cena hablamos de la ciudad, de lo que habíamos visto y lo que quedaba por ver al día siguiente, porque la esencia de los viajes se construye a partes iguales entre lo imaginado y lo vivido. ¡Mañana tenemos que visitar la sinagoga!, exclamó María con entusiasmo.
Al salir del restaurante, la calle estaba casi desierta. Apenas se escuchaban murmullos lejanos de algún local todavía abierto. De nuevo me pareció oír un rumor de pasos. Al fondo, una suerte de sombra. «¡Tú no ves nada!», le dije a María. «Al menos, oirás los pasos ¿no?». «¡Tonterías!», me contestó. ¡Quizá sea el espíritu de Maimónides o quizá sea el Pedro Ximénez!, exclamó ella entre risas.
Me desperté a la mañana siguiente con la sensación de haber dormido como un bebé. La cena y los vinos me sentaron bien de veras. Buenos caldos estos Montilla-Moriles. Lo primero que pensé fue en desayunar una rebanada de pan con aceite de oliva y un café bien cargado. María seguía durmiendo. Bajé rápido de la habitación y me fui en busca de un bar. Pero antes que nada pensé en visitar de nuevo la plaza de Tiberiades. Maimónides, estoico, aguantaba el vendaval de flashes lanzados por los turistas. Mientras tomaba el desayuno sólo pensaba en volver de nuevo a esta ciudad. Alberto Adeva
Este relato fue finalista del Concurso «Sabores de Andalucía» del Suplemento El Viajero del diario EL PAÍS (2008).